Recordámelo después: la saga de los botones online

Todas las decisiones que tomamos están sesgadas por las alternativas que tenemos disponibles, y la forma y secuencia en que nos las presentan

Entro a un negocio de ropa. Me interesa un vestido azul que está en oferta, pero dudo y lo vuelvo a colgar en el perchero. Entonces una vendedora lo saca de nuevo, lo cuelga en mi antebrazo e insiste “¿lo querés llevar?”. Quiero decir que no, que por algo lo dejé: jamás lo compraré. Pero de mi boca solo sale la frase: “No por ahora”.

La vendedora me sigue con el vestido, esperando que cambie de idea. Voy a la salida pero, antes de la puerta, un cartel bloquea mi paso. Dice: “¿estás segura de que querés salir y perderte el descuento?”. Me gustaría gritar que me quiero ir sin más y que el descuento me importa un pepino. Pero solo atino a esquivar el cartel (cuesta ver por dónde) y balbucear, derrotada: “Sí, quiero perder el descuento”.

No me pasó en la vida física, pero pasa todos los días en la web. En el mundo digital lo contrario de “sí” no es “no”, sino alguna de estas variantes: “recordámelo después”, “no por ahora”, “volver a preguntarme luego” o “no quiero mis beneficios”.

Todos esos botones se conocen en la jerga de la web como “llamados a la acción” (calls to action o CTA) y son el GPS de la navegación digital: nos indican por dónde ir, cómo seguir, cómo entrar y salir de cualquier lugar –página, app, contenido– que nos interese o no tanto. Además de ofrecernos elecciones, los botones nos dan órdenes: enviá, suscribite, contactanos, descargá, leé más.

En los últimos años, con la sofisticación de la usabilidad –como se llama al oficio de guiarnos online– ese lenguaje mandón sumó también un tono compinche. Boti, el chatbot de Buenos Aires, me dice: “¡Buenas noticias, Sonia!”. Airbnb me alienta: “Anímate a ser anfitrión”. Twitter no me pide que escriba un posteo, solo me pregunta: “¿Qué está pasando?”. Las pequeñas señales amables están por todos lados, como los carteles de la calle, solo que nos acompañan hasta la cama en nuestros celulares y son manipuladoras: disimulan sus requerimientos bajo el tono amigable.

Los botones fueron grandes compañeros del progreso de la humanidad. Antes de la electricidad, las cosas se accionaban por pura fuerza y músculo: empujar, levantar; con las manos o con sistemas de palancas, cuerdas y ruedas. Los primeros botones aparecen en el siglo XX y traen una novedad: el mecanismo que accionan ya no está a la vista. Es mágico: apretamos un botón y las cosas suceden. Por eso seguimos diciendo “tan fácil como apretar un botón”.

La web multiplicó los botones y les agregó más indicaciones para explicar lo que pasa en la caja negra de nuestros dispositivos. En realidad los botones siempre fueron links que nos llevan a otro lado, pero solo en los comienzos de internet eran azules y subrayados. Por entonces también había botones diseñados con relieve 3D –para emular la acción de apretarlos– y con órdenes aterradoras e incomprensibles: enter, reset, abort. Todo en inglés y escrito para ingenieros o máquinas, públicos parecidos.

La usabilidad aprovecha muy bien una verdad que, como los botones, nos acompaña desde lejos: la información siempre entraña una arquitectura. Todas las decisiones que tomamos están sesgadas por las alternativas que tenemos disponibles, y la forma y secuencia en que nos las presentan. Un pequeño ajuste en esa arquitectura puede traducirse en cambios relevantes. Un ejemplo clásico es el default, las opciones por defecto. Si una opción está premarcada, muy pocos van a tomarse el trabajo de cambiarla.

El libro Nudge, de Cass Sunstein y Richard Thaler, popularizó la idea de aprovechar la arquitectura de la información para mejorar la vida pública. Por ejemplo, transformando la donación de órganos en una opción por defecto, o incluyendo mensajes específicos en las boletas de luz para incrementar el ahorro de energía. Las ideas de Nudge no estaban pensadas para estimular ventas. Pero el marketing se relamió. Hoy los celulares traen por default el ringtone de la publicidad del fabricante, las series no terminan sino que se encabalgan con otras en un largo “seguir mirando”, y nos suscriben a newsletters que no pedimos.

¿Qué pasa con los que se quieren quedar durmiendo y no encuentran la opción “no” en la app de entrenamiento? ¿Dónde clickeo si no quiero ir al evento, estoy muy contenta con mi decisión, y jamás pensé: “¡Me quiero morir, me lo pierdo!”? Para todos nosotros no hay opciones. Los hilos (o botones) del discurso marketinero quedaron al desnudo y, tal vez, como pasa siempre con los péndulos de la web, pronto vuelvan a ofrecernos alternativas más binarias, toscas pero directas, como “sí” o “no”.

Directora de Sociopúblico

Sonia Jalfin

 

Esta nota la publicamos primero en La Nación.

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